Drácula o el Mal

(Memorias del club de lectura I)

Como nos recuerda en un estupendo artículo Javier de Navascués, Drácula es una novela capaz de quitar el sueño al mismísimo Fidel Castro, así que no digamos ya a los miembros de nuestro pequeño club de lectura. Durante su breve existencia, nunca nos habría de consumir una impaciencia semejante: por los pasillos de la Universidad nos preguntábamos unos a otros qué capítulos habíamos avanzado, hasta que la improvisada tertulia se interrumpía con un “¡no me cuentes, no me cuentes!” si alguno demostraba ir más adelantado que los demás. La esperada reunión llegó al fin, al cabo de un mes, a la luz de las velas, acompañada de vino rumano y proyección de Nosferatu.

De tantas interpretaciones que se han hecho de Drácula, me alegra haber reconocido al igual que Navascués la identificación del vampiro con el Mal absoluto, directamente relacionado este con la incapacidad de amar. El conde se rodea en su castillo de fantasmales mujeres, que alimenta y esclaviza como fieras. Una de ellas se atreve a espetarle: “-¡Tú nunca amas!”. Por más que el vampiro responda “—Sí, yo también puedo amar; vosotras mismas lo sabéis por el pasado”, parece estar más bien hablando de otra cosa. Al menos, de otra manera de entender el amor.

C.S. Lewis, en relación a lo diabólico, habla de cómo a menudo se llama “amor” a lo que no es sino “la pasión de dominar, casi de digerir al prójimo; de hacer de toda su vida intelectual y emotiva una mera prolongación de la propia: odiar los odios propios, sentir rencor por los propios agravios y satisfacer el propio egoísmo, además de a través de uno mismo, por medio del prójimo. (…) [Satán] sueña con la llegada de un día en que todos estén dentro de él, cuando todo aquel que diga ‘yo’ sólo pueda decirlo a través de Satán” (“Prefacio” a Cartas del diablo a su sobrino). El Drácula de Stoker también devora sin entregar nada de sí; transforma cuanto posee en su propia réplica espectral. El mundo entero, cuya mejor imagen era en 1897 la cosmópolis londinense, no basta a su hambre insaciable. Amenaza a sus perseguidores de este modo: “Las mujeres que todos ustedes aman son mías ya, y por medio de ellas, ustedes y muchos otros me pertenecerán también… Serán mis criaturas, para hacer lo que yo les ordene y para ser mis chacales cuando desee alimentarme”.

Aventaja en horror, por supuesto, a ese otro posmoderno Drácula “de Stoker” que no era de Stoker sino de Coppola (F.F.). Dicha versión cinematográfica se quiso vender como fiel al texto a la par que como revolucionaria, pero me parece que ha envejecido pronto y mal (con minúscula). Sobre el tema que aquí escribo, me parece desolador que la nueva reacción del público ante el vampiro, vieja encarnación del Mal, sea de “Pobrecito… si lo hace por amor… Lo tratan así por ser diferente”, como si fuera un Frankenstein o un King Kong del montón.

Recuerda también Lewis que el Mal absoluto no es posible, porque sería la Nada absoluta (que, de por sí, ya da bastante miedo). Coppola mostraba en su película algo de la vida-vida y las andanzas del vampiro, adoptando su punto de vista que es justo el único evitado entre las múltiples perspectivas de la narración de Stoker. El miedo que inspira el no-muerto procede, en buena medida, del misterio que lo rodea y que encubre… mucho más de lo que verdaderamente hay. Así como la luz del sol lo hace vulnerable, la disipación de ese misterio lo empequeñece ante sus enemigos. No solo me refiero al conocimiento de las reglas mágicas y arbitrarias que tornan al monstruo tan paradójicamente débil (su impotencia ante las masas de agua, los ajos, etc.), sino a la propia cultura científica del siglo XIX a la que el conde Drácula, salido de un castillo medieval y empeñado en habitar tumbas y abadías en ruinas, debe también enfrentarse: por ejemplo, es incapaz de descifrar escritos taquigráficos o registros de fonógrafo; también debe experimentar, inmerso en el siglo de los Rothschild, de Dickens y Balzac, la necesidad de dinero para sobrevivir. Harker y sus camaradas se adelantan al sombrío velero que conduce a Drácula de vuelta a su castillo gracias al ferrocarril y al telégrafo; previamente, el doctor Van Helsing ha descubierto sus intenciones recurriendo, en vez de a la ciencia esotérica, a la nueva psicología lombrosiana que –para mayor escarnio- equipara la mente criminal a la infantil. El invencible vampiro, visto cara a cara y desvelado como una personalidad primaria, se ve así convertido en un fugitivo cuya situación de apuro bien podría recordarnos a la ridiculez del dantesco Lucifer patas arriba.

[NOTA MUY POSTERIOR: Podríamos agregar (de hecho, agregamos) que el conde Drácula desde el principio, antes de revelarse abiertamente como espíritu maligno, avanza ya indicios de degradación y hasta ridiculez. Por ejemplo, su fealdad animal (nada que ver con Bela Lugosi o la señora de los moños de Coppola) que solo se explica cuando Jonathan Harker o el poco probable lector inocente descubren en él un monstruo infernal en lugar de un caballero misántropo. Y, más aún, las ocupaciones en que el relato nos permite imaginarle cuando no está durmiendo en su ataúd o deambulando en busca de víctimas: Drácula realiza gestiones inmobiliarias en Londres por correspondencia, aprende la lengua inglesa leyendo viejas revistas y publicaciones que posee en su castillo (¿a las que está suscrito?), y disimula la ausencia de criados arreglando a escondidas la alcoba de Harker… ¿y cocinando para él? Ocupaciones difíciles de imaginar en un vampiro que, de haberse mostrado abiertamente, quizá lo hubieran hecho menos terrorífico a ojos de su primer narrador y antagonista.]

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9 comentarios en “Drácula o el Mal

  1. Manuel: el agradecido soy yo, por haber ido tan lejos con mi idea sobre Drácula… Y sí, qué cierto es lo que dices sobre el miedo que nos produce el Mal y, al mismo tiempo, qué poca cosa es el mal si lo consideramos en términos elevados, morasl o intelectualmente. Un abrazo.

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    • Bueno, Javier, hacía años que le daba vueltas a la idea, y a poco de abrir el blog te me «adelantaste» y diste alguna idea de más, así que ya era hora de escribirlo.
      Sobre el mal y su banalidad, a falta de otras lecturas de gran tonelaje (como Hannah Arendt y parientes) fuera de Lewis, recuerdo un par de observaciones breves y brillantes de Álvaro Pombo: la de que son nuestras virtudes y no nuestros vicios lo que nos distinguen como individuos, y la más reciente de que hay que hacer el bien porque el mal está ya hecho.

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  2. «… ustedes y muchos otros me pertenecerán también… Serán mis criaturas, para hacer lo que yo les ordene y para ser mis chacales cuando desee alimentarme». Para mí que Fidel, ante Drácula, no siente miedo sino envidia.

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  3. He perdido memoria de porqué no asistí a aquella charla final de Drácula en tu departamento, con ajos, vino, rachirachi, sangría y estacas… Como se extraña el Club de Lectura (2010). Lo cierto, y como lo dices es que Drácula, de Europa Oriental, tan fuerte y poderoso no puede abrir la ventana del sanatorio sino que tiene que usar para ello al orate que come insectos. Es fuerte, sobrenatural, que demuestra un vagaje cultural amplio para cuendo atiende al corredor inmobiliario en el castillo de Transilvania, pero que cuenta con procederes antiguos, muy formalistas, con los que enfrenta a los racioanalistas de Europa Occidental y América (EEUU), la nueva fuerza, Van Helsin y compañía… JOSÉ GABRIEL SANDOVAL

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    • Una buena interpretación, José: podríamos pensar que lo que acaba venciendo a Drácula es el peso de la tradición, en medio de un siglo racionalista y científico. Un poco lo que le ocurrió a los chinos, a los samurais japoneses o a la Rusia zarista (o, por extensión, a la aristocracia y las monarquías absolutas) que se resistía a incorporarse a los nuevos aires de Occidente.
      Por otra parte, a mí no me cabe duda de que, soterradamente, la novela presenta una amenaza de los pueblos orientales (por las venas del Drácula histórico correría la sangre de Atila) sobre la Europa occidental, imagen que se extendería en el siglo XX: no hay más que recordar las novelas y películas del doctor Fu-Manchú, o las de Flash Gordon cuyo enemigo era Ming, el emperador del planeta Mongo (los nombres son todo un manifiesto)… Algo de eso habla Umberto Eco en su «Historia de la fealdad».

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  4. Es verdad, Drácula (el verdadero) nos emborrachó y lo seguimos hasta el final, en el taxi, en el dormitorio, hasta en las comidas. Lo mejor es que le ¡chupamos la sangre! hasta la última gota jejeje. Hay que retomar el círculo… para estar a la moda, ¡la original!, propongo a Sherlock Holmes de Arthur Conan… el título a escoger !!!

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