
El diario ABC de Madrid conoció en los años 90, bajo la batuta de Luis María Ansón, una era expansiva en el mundo de eso que llaman cultura. Reconozco como vestigios suyos –habrá más que se me escapan– al novelista Juan Manuel de Prada, que ahí en sus páginas sigue; el sillón en la Real Academia del propio Anson, que ni por esas le devuelve la tilde a su apellido; y el suplemento cultural que lo ha seguido en su peregrinaje al servicio de otros periódicos.

Menos duradera, pero muy digna de agradecimiento, fue la colección de «Periolibros» en la que colaboró con la Unesco y el Fondo de Cultura Económica. Cada cierto tiempo, llegaban a casa con ella obras literarias de todos los países iberoamericanos. Así me fui hacendo con narraciones y versos de famosos autores del siglo XX; por ejemplo, las primeras ediciones que poseí de El Aleph, El coronel no tiene quien le escriba, Bestiario o Los cachorros. Compensaba su incómodo formato de diario (letra a veces de tamaño pulga, y hoja tipo sábana, que a ver cómo encajaba sin daño en tus estantes) la cantidad de joyas literarias que entraban por esta vía a tu colección, con ilustradores que a veces se podían reconocer como de lujo: unos Versos del capitán con los orondos dibujos de Botero, unos Poemas humanos con los atormentadas figuras de Guayasamín… Además, allí fue mi primer encuentro con otros escritores que antes ni me sonaban, como Julio Ramón Ribeyro, Jorge Icaza… o Juan José Arreola, a quien en este caso no he podido menos que volver y recomendar para los lectores de Castellano Actual. De sus cuentos, dicen maravillas con razón de «El guardagujas», pero a mí fue la muy breve historia de «La migala», con esa mansión que el miedo recorre con sus leves ocho patas, la que durante décadas no ha dejado de inquietarme.

Diarios y periódicos: papeles cargados de evanescencia, de importancias que se derriten entre las manos. Y, de pronto, a cuántos lectores chiquillos y adolescentes nos llegó entre lo volátil algo que luego fue adquiriendo un peso, que afincó entre nuestras cosas, que nos impregnó convirtiéndose en una arteria o un órgano más de lo que somos. El espíritu de todo lo que se llevaba el viento se hizo carne a través de una firma admirable, un artículo para la antología o, lo que cuentas, querido amigo, la difusión generosa de la gran literatura y hasta los clásicos del pensamiento. Pedir excelencia material a esos vislumbres de la inmensidad habría sido demasiado. Simplemente sucedió que por los diarios que luego iban a parar al desecho, como por las calles más sucias y vacías, vimos pasar una belleza a la que no tuvimos más remedio que seguir…
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