Un íntimo crac

(Como de libro de autoayuda, pero no)

[Relato publicado en el nº 60 de Magenta]

… que los siglos en su atruendo

habrán de mí una enseñanza

(PEDRO MUÑOZ SECA)

Yo, no es por presumir, siempre he tenido una salud bastante buena.

A ello culpo de mi severa propensión a los resfriados. Para mí, los virus eran nada más que personajes muy secundarios del libro de Ciencias Naturales, sin mayor incidencia en la vida real que el tío Sacamantecas, esa terrorífica españolización –dicen- del pishtaco o vampiro andino. Así que no me preocupaba demasiado de abrigarme, o de no tocar ni lamer lo que no debía por si acechaban aquellos enanos homicidas. En cuanto a mis padres, encargados de velar por mi salud, así estuviéramos sus hijos moqueando a chorros o echando los pulmones por la boca a pura tos, nos mandaban al colegio sin otro mimo que la pertinente dosis de “Desenfriol” con sabor a naranjita. Nos tardaba en curar, pero estaba bien rico.

Nada mejor que esta educación, creo, para ser hipercondriaco en lugar de hipocondriaco, y vivir despreocupado los despreocupados años de la infancia.

Así pues, entre la meningitis de mis seis añitos y la broncosinusitis de mis treinta y cuatro, jamás fui al médico para nada importante.

(“Pertenezco a una familia de longevos”, decía otro. “Si mis padres no hubieran fallecido hace cuarenta años, ya serían centenarios”).

Confieso, sin embargo, secuelas indelebles. La meningitis retrasó mi currículo académico: mientras yo estaba interno en el hospital, mis compañeros aprendían a restar llevando (tal vez esté ahí el origen de mi larga enemistad con las matemáticas) y posaban sin mí para la primera foto de promoción.

Fíjense bien: yo soy el que no sale.

En cuanto a mis achaques neumológicos tres décadas más tarde, aparte de destruir mi honra entre el alumnado (se difundió de buena fuente que aquellos accesos de tos durante la clases provenían del asiduo consumo de marihuana), hicieron que prestara más atención a las evoluciones de mi organismo. Recuerda que eres mortal, me dije, y padre de familia. En el aula, empecé a recurrir a micrófonos y botellines de agua. Mis fantasías peruanas más siniestras ya no estaban protagonizadas por los pishtacos, por el sindicato de la construcción, por la candidatura presidencial de Ollanta en 2006 ni por la candidatura presidencial de Keiko en 2011, sino por las historias de negligencias médicas, a cuál más visceral, que a partir de mi primer viaje al Perú y desde el mismísimo aeropuerto empecé a escuchar por todas partes.

De ahí que, hace un par de semanas, recibiera con inquietud una ligera molestia de mandíbula. Al cerrar la boca, al masticar, me empezó a doler la –seguro que tiene un nombre– articulación derecha del maxilar. No era intenso, pero sí persistente y, peor aún, no me dejaba cerrar bien la boca. La fila de muelas de arriba ya no encajaba amigablemente y sin fisuras con su vecina de abajo, sino que sus crestas y sus puntas –que seguro que tienen nombre también– entrechocaban y chirriaban en silencio sin hallar cómo acomodarse.

En compañía me aguantaba, pero a solas procuraba ayudar a mis pobres molares sin saber muy bien cómo. Mi madre siempre me reprochaba que “eres más flojo que la quijá de arriba”, pero la verdad es que su compañera (la de la quijá susodicha) tampoco puede presumir de variedad de movimientos. Sin embargo, a fuerza de trabajosas muecas, todo regresaba a su lugar, a una normalidad transitoria porque al cabo de minutos me encontraba otra vez meneando las fauces como un endemoniado, aunque sin espumarajos.

El último ataque, por llamarlo así, tuvo lugar mientras abandonaba de noche la Universidad. Completamente a solas durante un largo trecho de la vereda, pude reintentar sin pudor mis desesperados ejercicios mandibulares. Adelante, a un lado, al otro, con torpeza y gran trabajo. Hasta que, casualmente, hice lo para las circunstancias más inesperado.

Sonreí.

Sonreí con toda la boca, con todos los dientes, con todas las ganas, como haciendo lo posible por ensancharme la cara el doble, por quedarme sin labios, por morderme las dos orejas a la vez. Una sonrisa tiburona y serruchera, de cocodrilo picassiano, la que deben de lucir un rape (lophius piscatorus) o un melanoceto (melanocetus johnsonii) tras una jornada de buena pesca.

Y oigan, funcionó. Un crac mudo y secreto resonó en las bóvedas de mi cabeza, como no lo recordaba desde aquel hilarante espectáculo de Les Luthiers de hace tantos años, y dulcemente cual blancos murciélagos las muelas de abajo subieron hasta posarse y descansar por fin al amparo de los suaves recovecos superiores. Así que tomen nota.

Y así sonriendo salí del Campus. Me crucé con algún grupo de alumnos que me pareció que intercambiaban a mi paso secretos codazos de complicidad. Un rato después llegaba a casa.

– ¿Te pasa algo en la cara? –me preguntó mi esposa.

 

 

 

 

                                                                                       

2 comentarios en “Un íntimo crac

  1. «Sonríe siempre, nunca sabes a quien puede enamorar tu sonrisa» (o algo así) es una cita que compartió mi agenda conmigo la semana pasada (sale un cita diaria) y que atribuye a García Márquez. Muy bueno el cuento! (No sales en la foto?? PRINGAO!!!!)

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